Hace poco leí El silbido del arquero, la segunda novela de Irene Vallejo, donde recuenta la historia de la Eneida de Virgilio, pero también retrata la vida del poeta en la Antigua Roma. Alrededor del segundo capítulo, Virgilio visita una letrina pública bajo los efectos de un «repentino desasosiego en las tripas».
En las letrinas, la gente se cita, charla y acude a probar fortuna, esperando que alguien le invite a comer.
Irene Vallejo en El silbido del arquero.
Ir al baño es una actividad que hacemos diariamente y por rutina. No pensamos en que el retrete como lo conocemos en realidad se inventó apenas en el siglo XVI. En la Roma Antigua, hace más de dos mil años, defecar era una actividad totalmente distinta, pues implicaba visitar una sala rodeada de letrinas donde las personas debían evacuar frente a frente. No había paredes ni separaciones entre letrinas, ni siquiera cortinas o toallas para ocultarse mientras hacían lo suyo.
Las letrinas públicas, o foricae, como se les llamaba en latín, se construían en barrios concurridos para aumentar su utilidad, convirtiéndolas en un lugar para conversar con quienquiera que estuviera presente, casi siempre vecinos, mientras los desechos caían en agujeros que los conducían hacia las afueras de la ciudad.
En la Antigua Roma no existía papel higiénico como en la actualidad. Así que, además de defecar rodeado de vecinos, los antiguos romanos se limpiaban con una esponja de mar clavada a un palo, y las dejaban remojando en agua con sal o vinagre para que el siguiente visitante de la letrina pública pudiera utilizarlo. A esta herramienta le llamaban tersorium y, aunque era renovada constantemente, se convertía un punto de contagio de parásitos. Si una persona con parásitos se limpiaba con el tersoium, la siguiente podría contraerlos.

Por otro lado, los romanos de clase alta no eran usuarios comunes de estas letrinas públicas. De hecho, aunque ellos aportaban el dinero necesario para construirlas, lo hacían para los pobres y los esclavos. En sus villas, la clase alta romana tenía sus propias letrinas, que ni siquiera compartía drenaje con el resto de la ciudad, lo que ayudaban a alejar a las serpientes, ratas y arañas que sí podían entrar a las letrinas públicas.
Varios siglos después, en 1596, Sir John Harington fue el primero en proponer el diseño de un inodoro que usara agua corriente para descargarse. Uno de sus modelos lo instaló en el baño de su tía, la reina Elizabeth I, pero no fue hasta la Revolución Industrial que el inodoro se convirtió en una herramienta accesible para más gente, desapareciendo la necesidad de letrinas públicas como las de la Antigua Roma.
Koloski-Ostrow, que se autodenomina La reina de las letrinas, se ha dedicado a estudiar la evolución de la manera en que los humanos tratan sus excrementos. En su libro, La arqueología de la sanidad en la Italia romana, hace una descripción detallada de cómo funcionaban las letrinas públicas en la antigua Roma.